Apenas hace una semana, los habitantes de un lugar de la tierra llamado España sufrimos un apagón absoluto durante un rango de tiempo que va (dependiendo no se sabe aún bien de qué) entre las 6 y las 18 horas de duración. Un espacio de tiempo en el que -forzosamente- nos trasladamos a un momento de la historia anterior al descubrimiento de la electricidad. Unas horas de desconexión obligada de teléfono móvil, televisión y de internet (entre muchas otras cosas).
La verdad es que prefiero no dar mi opinión sobre la gestión de la “crisis” pero lo cierto es que dos semanas después apenas conocemos los motivos del suceso. Un señor que se quejó de que otro señor en una situación de emergencia regional no dio la cara hasta pasada horas, hizo exactamente lo mismo con toda la nación. O no, porque los hay que dirán que aparecer a las 6h para no decir nada, puede ser hacer algo. Quizás yo sea exigente, pero al menos soy consciente de que aquella fue una intervención artificial. Vacía de contenido. Lo cierto es que más dos semanas después seguimos sin concoer los motivos que causaron dicho “black out”.
Pero estoy seguro de que poco te importa mi visión sobre la gestión de la crisis entre una compañía pública (Red Eléctrica) cuya presidenta fue puesta a dedo por un señor que salió a las 6h a no decir nada, o el mismo señor y su comité de crisis, del que lo único que se sabe es que (incluso sin saber las causas), ya amenazó a las entidades privadas -leasé comercializadoras de electricidad- con que pagarían todas las consecuencias. Tócate los huevos, MariLoli.
En fin. Vuelvo a intentar contar lo que quería contar al ponerme a escribir a 10.000 metros de altura en algún lugar entre México y Bogotá. Mientras tú estás de charla tomando un café con un amigo o simplemente relajado en un sofá, voy a intentar contarte mi experiencia durante esas horas, y después, reflexionaremos juntos sobre el impacto que tiene en nuestras vidas no tener algo tan básico en países desarrollados y en el año 2025 como es la electricidad.
Mi apagón
Un lunes normal. A mí me gustan los lunes, aunque últimamente le estoy cogiendo gustillo a los miércoles, pero seguramente eso no te importe demasiado. Estaba en la oficina, y había tenido varias reuniones. Alrededor de las 12 de la mañana estaba en mi despacho concentrado en alguna cosa importante, cuando de pronto, la pantalla de mi mesa se queda negra en el mismo instante en el que la luz del despacho se apaga. Levanto la cabeza y veo que mis compañeros están igual que yo. Bueno, algún tema del edificio, no sería la primera vez.
Algún que otro comentario en plan de broma, y unos segundos después continúo con lo que estaba haciendo, esta vez trabajando directamente con el portátil, y usando su teclado y pantalla (como hago ahora). Tenía la batería a tope, lo que me garantizaba alrededor de cuatro horas de “normalidad”. Milagrosamente tengo wifi, y la verdad es que no me planteo nada más.
Pero ya sabemos lo conectado que está el mundo. De pronto escucho de un compañero que el apagon ha afectado a toda la ciudad de Madrid. Coño, eso es serio entonces. Al rato alguien dice que en Barcelona están igual. Ups. Raro. Se me ocurre abrir Twitter y veo que aquello que estoy sufriendo yo en mi rinconcito, está ocurriendo en todo el país. Menuda mierda. Al rato arranca el espacio para la imaginación. En Holanda están igual. Y en Finlandia. También en Francia y -por supuesto- en Portugal. No me gusta.
Agarro el teléfono y mando un par de Whatsapps a familiares y amigos. Todo “muy español”. Nos reímos de la situación y decimos tonterías. Tengo un máster en gilipolleces, así que intercambio comentarios de poca profundidad en los que bromeamos acerca de culpables y consecuencias. Pero la bola sigue creciendo y de pronto descubro que no tengo conexión móvil. Se ha caído la red móvil, pero como tengo cobertura wifi y el teléfono conectado a la wifi de invitados de la oficina, le quito importancia.
Y al rato, recibimos un email todos los empleados diciendo que hay un corte de electricidad a nivel nacional, y que nos recomiendan irnos a casa. Y yo, que soy muy obediente, recojo mis cosas y despidiéndome de los que quedan en la oficina, que a esas alturas no eran muchos, bajo al parking a por el coche. Por supuesto bajo las 6 plantas andando. Me meto en el coche y veo que la barrera está levantada, y que han puesto unos conos para hacernos salir por una puerta de apertura manual, y no por la puerta de garaje por la que entro y salgo cada día.
De camino a casa pongo la radio en vez de escuchar música. Raro en mí, que tengo música acompañándome casi constantemente, pero decidí enterarme de lo que estaba pasando gracias a la Cope. El tráfico en Santa Engracia era muy denso. Y a medida que me acercaba más a Plaza de Castilla, empecé a darme cuenta de la magnitud de la película. No solo porque en la radio lo estaban tratando en “modo crisis”, sino porque escuchaba situaciones desesperantes de gente que respiraba gracias a una máquina conectada a la electricidad, personas que estaban en hospitales, otras cuyo apagón les sorprendió en plena operación quirúrgica, personas atrapadas en ascensores durante horas… un poquito de todo, como en botica.
Por la calle Bravo Murillo el tráfico se convirtió en insufrible, pero pese a la situación y a la multitud de coches de policía y ambulancias que querían pasar por donde solo había vehículos encajados unos con otros, el comportamiento de los conductores (entre ellos y con los peatones) fue bastante cívico. Calles cortadas y policía por todos los rincones. Finalmente llego a la intersección entre Bravo Murillo y Plaza de Castilla. El semáforo se pone rojo y me quedo el primero, observando cómo la rotonda se convierte en una ratonera. Ambas empiezan por “r”, y en ese momento decidieron convertirse en sinónimos.
Estuve allí parado, sin mover el coche ni un centímetro durante 45 minutos. Mi indignación crecía porque no entendía por qué el señor agente de movilidad daba paso a los de un sentido y no me daba paso a mí, pero por fin me dio “luz verde” (paradójica expresión dada la situación, verdad?) y después de un buen rato, conseguí llegar a casa y aparcar. Miro el reloj. Madre de mi vida, he tardado 2h30m en llegar a casa. Un recorrido que a diario lo realizo en menos de 20m. Bueno, es igual, ya estoy aquí.
Entro en el portal y todo está oscuro. Subo las escaleras y entro en casa. Lo comento con Lorena, quien me cuenta que está preocupada por su madre porque no sabía si estaba sola en casa, ya que justo antes de perder la posibilidad de comunicarse por teléfono, su hermana le había dicho que saldría un momento a la calle, pero que volvería pronto. Ojo ahí, porque una señora de 90 años no tiene los recursos que cualquiera de nosotros… aunque pensándolo con calma, y en base a sus vivencias, seguramente tenga más.
Comemos algo frío. No tenemos gas en casa, y por descontado no podíamos usar el microhondas. Al final, los catastrofistas que hablan de tener un kit de emergencia en casa, van a tener razón. Me cago en su estampa. Tenemos agua en la nevera y también el el grifo. Bueno, no durará mucho más. Ni café ni historias. Primer pellizco depués de comer. ¿Dónde está Jaime? Está en bachillerato y salen a las 2:30. Son las 4:30 y no tenemos noticias, ni forma de contactar con él. Ainss. Bueno, no tiene por qué haber pasado nada, pero no entiendo por qué mierda no está en casa. Como Lola sale del cole a las 5, decidimos ir dando un paseo hasta el colegio y recogerla, como cuando eran pequeños.
De camino nos sentimos protagonistas de The walking dead. Las aceras están llenas de gente, del mismo modo que la calzada está coloreada de un sinfín de coches que apenas se mueven un milímetro. De camino comentamos lo que nos está tocando vivir. Una pandemia global como el Covid, una nevada que bloquea Madrid y la llena de esquiadores por las calles y gente caminando por la M30 y ahora, un apagón que parece que va a durar unas cuantas horas, y que nos da a todos un pequeño sopapo de realidad. Recogemos a Lola y comprobamos que Jaime no está en el colegio. Es agradable pasear un día entre semana. Al menos no llueve, lo cual es raro si consideramos el otoño/invierno/primavera de mierda que estamos teniendo en Madrid. Llegamos a casa, y al rato aparece el muchacho. Había ido a cortarse el pelo a casa de un amigo. Llega con dos amigos y una amiga más, porque viven lejos y no tenían dónde ir ni cómo llegar a su casa con la situación de caos de las carreteras y el transporte público.
Nosotros nos ponemos a leer, y al rato veo que Lola, Jaime y sus amigos están jugando al Quién es quién (intentándolo, porque claramente no conocían las reglas), y al rato al Monopoly durante un buen rato. Yo salgo con Lorena y nos bajamos a leer al boulevar de la calle Añastro, aprovechando los pocos rayos de sol que nos está regalando el invierno y la primavera de Madrid. Al volver a casa pasada una hora y pico, nos encontramos un papel con un mensaje:
“Nos hemos ido a jugar todos a la cancha de fútbol”
Como no tenemos mucho que hacer, nos acercamos y están allí. Charlamos con ellos y escucho de boca de uno de ellos una frase que me hace recuperar fe en la humanidad. Dice que mola esto de no tener teléfono durante unas horas. Pero cuando les tratamos de convencer de que eso está en su mano, repilican que sí y solo si todos sus amigos están igual, porque en el momento en el que uno tiene teléfono… Sonrío, y pienso que tiene razón, pero recuerdo aquello que me enseñaron de que “lo cortés no quita lo valiente”. Seguramente sea la primera generación llena de drogadictos a cosas que no son necesariamente droga. El teléfono en primer lugar, la play, la hiperconectividad, la ansiedad de la inmediatez, la ausencia del medio y largo plazo (y si me apuras, también del corto). No es culpa suya. Sus padres tenemos gran parte de la culpa, y seguramente una sociedad con poca capacidad de mano dura ha sido el paraguas en el que nos hemos refugiado unos cuantos.
A última hora de la tarde nos acercamos a casa de José María y Goyi. Cenamos con ellos en la terraza, padres y niños juntos y charlando, hasta que alrededor de las 22:15 todas las luces de su urbanización se encendieron de golpe. Gritos, aplausos, gente en las ventanas, y un pensamiento irónico cruza mi cabeza. ¿Saldrá la gente a las ventanas a aplaudir a los electricistas como hicimos en pandemia con los médicos y enfermeros? Qué tonto eres, Pedro.
El resto del día ocurrió como si nunca hubiera pasado nada. Recuperamos nuestras rutinas de golpe. Todo aquello que perdimos y que nos mantuvo aislados de la electricidad volvió a nuestras vidas. Pero a todos los españoles nos ha ayudado a ser conscientes de una realidad:
Somos esclavos de la electricidad
El fuego en la prehistoria supuso un cambio en la vida de la humanidad. Del mismo modo que un montón de hitos puntuales y progresos a lo largo de la historia. Las armas, el paso de la trashumancia al establecimiento en núcleos de población, las guerras, el vapor y la revolución industrial, la electricidad, la telefonía móvil, internet, la energia nuclear o recientemente la inteligencia artificial, si bien aquí queda mucho por recorrer.
Si lo piensas, la humanidad es como una mochila muy grande en la que metes cosas a medida que las consigues. Pero esa mochila es de un solo sentido. Metes cosas, pero de allí no sale nada. El fuego, lección aprendida. A la mochila. La electricidad, pedazo de invento macho, ponme unos kw, que me lo llevo en la mochila. La telefonía movil, convertida en necesidad, pa’dentro también. Internet, esto sí que mola… ¿te importa buscarle un hueco en la mochila?
Todo esto (y mil cosas más) forma parte de nuestro día a día, y nadie se plantea ya lo relevante que resultan para nuestras rutinas. Se convierten en “comodities”. Cuentas con ellas. No te planteas no tenerlas. Puedes estar en un avión y sentirte incomunicado con el exterior durante las horas de vuelo, pero ahora ni siquiera es así, ya que ahora tienes wifi gratuíto al menos para mensajes (Whatsapp y poco más), con lo que puedes seguir en contacto con el mundo exterior durante tu vuelo en avión. ¿Nos estaremos volviendo gilipollas? No entiendo cuál es el problema de estar aislado durante un vuelo de avión. Puedes pensar, escribir, leer, charlar… o incluso puedes aburrirte.
Ups, casi se me olvida. Me preguntaron los niños que cómo hacíamos cuando teníamos su edad, si no teníamos móviles. Pues bajábamos a la calle a jugar, a sentarnos en un banco y comer pipas, a charlar o a hacer el cafre tirándonos por una cuesta en cualquier cosa que tuviera ruedas, para volver a casa magullados y sonriendo a una hora que a nuestras madres siempre les parecia inadecuada. Cosas de antes, supongo. Pero joder, tengo 51 años… no hace “tanto” que tuve 17 como tiene mi hijo mayor… pero parece que ha pasado una eternidad. Supongo que a las cosas buenas te acostumbras rápido. Igual que a las personas.
En fin, que no sé si en este post he reflejado lo que quería, pero al menos me ha ayudado a que mi vuelo entre México y Bogotá fuera un poco más ameno. Desconectado del mundo, y sin hablar con nadie (con casi nadie, porque mi hijo Jaime está jugando ahora mismo al fútbol en jornada de liga y he de confesar que me he conectado al wifi del avión para desearle suerte y pedirle que me cuente después del partido como fue todo). No diré que haya aprovechado el tiempo para reflexionar o para leer. He dormido un rato y me he puesto a escribir estas líneas mientras escucho a Santero y los muchachos y de vez en cuando miro por la ventana. Ahora leeré, y supongo que intentaré dormir algo, que esta tarde, cuando lleguemos a Bogotá nos espera mi sitio favorito del mundo mundial: Andrés carne de res. Pero esta es otra historia que supongo que algún día os contaré.
O no, porque lo que pasa en Andrés, se queda en Andrés.
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